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Pamorama historico de la poesia dominicana



POESIA DOMINICANA. Tres obras fundamentales documentan las primeras actividades poéticas de los nativos de La Española, iniciadas en la segunda mitad del siglo XVI. Ellas son: Elegías de varones ilustres de Indias (1589), de Juan de Castellanos (1522-1607); Dis-cursos medicinales (obra inédita cuyo manuscrito se encuentra en la Universidad de Salamanca), de Juan Méndez Nieto (1531-1616) y Silva de poesía (obra también inédita depositada en la Biblioteca de la Real Academia de Historia de Madrid), de Eugenio Salazar y Alar-cón (1530-1602)

En Elegías de varones ilustres de Indias, una extensa crónica compuesta de 113,609 versos Caste-llanos destaca los acontecimientos más sobresalientes de la conquista del Nuevo Mundo y menciona, sin incluir textos de ellos, a los versificadores a Juan de Guzmán, Francisco de Liendo, Arce de Quirós y Diego de Guzmán. Del mismo modo, Juan Méndez de Nieto se refiere, en Discursos medicinales, se refiere a la condición de versificadores de Juan de Guzmán y Luis de Angulo.

Eugenio Salazar y Alarcón, por su parte, en la introducción a su Silva de poesía, da constancia de la existencia de los versificadores Francisco Tostado de la Peña, El vira de Mendoza y Leonor de Ovando. De Tostado de la Peña sólo se conoce un soneto escrito en 1573 celebrando la llegada a La Española de Salazar de Alarcón, nombrado Oidor de la Isla el 19 de junio ese mismo año. De Elvira de Mendoza no sobrevivió nada y de Leonor de Ovando se conservan cinco sonetos y unos versos sueltos, escritos entre 1574 y 1580 para responder a igual número de composiciones que les dedicó Salazar en ocasión de diferentes festividades religiosas. El soneto de Tostado de la Peña carece de valor literario; en cam-bio, los de Sor Leonor de Ovando, perteneciente al convento Regina Angelorum, testifican la presencia de una lírica sostenida desde los primeros años de vida colonial dominicana..

Marcelino Menéndez y Pelayo, en su Historia de la poesía hispanoamericana, apenas le concede va-lor bibliográfico a los textos poéticos de Sor Leonor de Ovando, ignorando con ello la riqueza descriptiva de los motivos religiosos y la profundidad mística de sus versos. Pelayo no advirtió en Leonor de Ovan-do que su lírica respondía a la práctica común de los modelos vigentes en la España imperial de enton-ces. Al respecto ha señalado Carlos Federico Pérez en Evolución poética dominicana “Dentro de las líneas del apremio clasicista a que propendía la poética de alto vuelo es posible señalar en Leonor de Ovando particularidades de interés. El concepto místico es una de ellas. La sutileza conceptual obedece a los mismos intereses que en un orden más predominantemente retórico produjeron las modalidades externas del barro-co literario, con su abuso de la metáfora, el neologismo y el hipérbaton. El juego conceptual es parte de lo que luego sería el contenido del mismo fenómeno” (31). Además del juicio de Car-los Federico Pérez, Leonor de Ovando tiene privilegio de ser la primera mujer del Nuevo Mundo en incursionar en el terrero de la poesía, anticipándose casi un siglo a la destacada poeta y religiosa mexicana Sor Juana Inés de la Cruz.

Con el pretexto de controlar el contrabando comercial de los piratas ingleses, holandeses y france-ses que azotaban a la Isla, en agosto de 1603 Felipe II ordenó despoblar y destruir la parte norte de Santo Domingo. La orden real fue ejecutada por el gobernador Antonio Osorio, entre 1605 y 1606. Esa decisión de la Corona fue fatal para La Española, cuya hegemonía cultural y política había comenzado a debilitarse, debido a que el descubrimiento de México y Perú desplazó hacia esas zonas del Nuevo Mundo a muchos conquistadores deseosos de obtener gloria y fortuna. Un acontecimiento considerado por muchos hispanófilos como singu-lar para el avance la naciente cultura dominicana ocurrió en el tercer lustro del siglo XVII, la llegada de Tirso de Molina a La Española. Su participación con dos canciones, tres glosas, dos romances y una canción real de cinco estancias en un certamen poético organizado en la Isla el 8 de septiembre de 1615, del cual salió triunfador, le permitió obtener su primer triunfo importante como escritor. No hay, sin embargo, ninguna evidencia de que su estancia en La Española (1515-1517) influyera sobre los poetas isleños de entonces, pues el propósito de la misma era organizar los conventos de su orden establecidos en la isla.

La figura literaria de mayor relieve del siglo XVII fue el prosista Luis Gerónimo de Alcocer (1598-1665), autor de Relación sumaria del estado presente de la Isla Española en las Indias occidentales, escrito hacia 1650. Alcocer no hace mención de poetas en su relación. No es sino hacia finales del siglo que se dejan sentir los versificadores Tomasina de Leiva y Mosque-ra, Baltazar Fernández de Castro, Francisco Melgarejo Ponce de León, Antonio Girón de Caste-llanos, Alfonso de Carvajal, Diego Mar-tínez, Tomás Rodríguez de Rosa y Diego de Alvarado, quienes dejaron constancia de su labor poética en la introducción de la obra Antiaxiomas mo-rales, médicos, filosóficos y políticos (1682) Francisco Diez de Leiva.

La decadencia cultural y económica de Santo Domingo en el siglo XVIII, motivada por el estado de abandono a que sometió España a sus colonias hispanoamericanas, hizo que los escritores isleños más valiosos abandonaron el país en busca de un ambiente intelectual propicio para el desarrollo de sus ideas. A ese suceso adverso se suman el cierre de la Uni--versidad Santiago de la Paz y el traspaso de la parte oriental de la isla a Francia en 1795, me-diante el tratado de Basilea. El hecho más afortunado de esta centuria es llegada de la impren-ta al país, ocurrida a mediados de siglo, aunque el primer do-cumento impreso en Santo Do-mingo que se conserva (Novena para implorar la protección de María Santísima, por medio de su imagen Altagracia) data de 1800.

Antonio Sánchez Valverde y Ocaña (1729-1790) es el intelectual nativo más brillante del s-iglo XVIII. Se destacó como historiador, escritor, sacerdote, político y orador, pero no como poe-ta. Sus conoci-mientos de la historia, la geografía y las costumbres de La Española, desde el inicio de la vida colonial hasta el siglo XVIII, quedaron plasmados en Idea del valor de la Isla Española (1785). En Idea del valor de la Isla Española, Sánchez Valverde plantea, primero, la imposibilidad de separar la Isla Española de España, pues entendía que ambos territorios formaban un sólo país y, segundo, la importancia de que el rey de España estuviera informado del valor material que todavía tenía La Española para la Corona. Además de Idea del valor de la Isla Española, Valverde es autor de Reflexiones sobre el estado actual del púlpito y medios de su reforma e instrucción a predicadores (1781),El predicador (1782), Sermones panegíricos y de misterios (1783), y La América vindicada de la calumnia de haber sido la madre del mal venéreo (1785).

Otros autores importantes del siglo XVIII son Pedro Agustín Morell de Santa Cruz (1694-1768) y Jacobo Villaurrutia (1757-1833). Santa Cruz dedicó gran parte de su vida al sacerdocio, llegando a ocupar los obispados de Cuba y Nicaragua. Historia de la Isla y catedral de Cuba y Vista apostólica, topográfica, histórica y estadística de todos los pueblos de Nicaragua y Costa Rica son el fruto de sus misiones religiosas en esos países. Villaurrutia, por su parte, se edu-có en México y España, fue Oidor de Guatemala y Presidente del Supremo Tribunal de Justicia de México. Escribió Pensamiento escogidos de las máximas filosóficas del emperador Marco Aurelio (1876). La producción poética criolla fue prácticamente nula en el siglo XVIII, debido al predominio del racionalismo y al interés de nuestros escritores por la ciencias y por la historia. Entre los pocos versificadores que sobrevivieron de esta centuria se menciona al banilejo de Pedro José Peguero, a quien los críticos e historiadores literarios dominicanos le otorgan más mérito como imitador que como creador.

En enero de 1801 Toussaint Louverture invadió la parte española de la isla posesionando a su hermano Paul Louverture como gobernador de Santo Domingo. La inestabilidad política, social y eco-nómica que produjo dicho acontecimiento obligó a muchos intelectuales criollos a abandonar el país, especialmente a Cuba, México y Venezuela. Los descendientes de varios es esos emigrantes legaron obras valiosas a los países receptores, como ocurrió con José María Heredia y Heredia, llamado el Cantor del Niágara, nacido en Cuba en 1803 y su primo José María Heredia, autor de los elogiados sonetos Los trofeos, nacido también en Cuba en 1842. En 1809 España reconquista la parte de la isla controlada por los franceses, produciéndose así un renacer de las actividades culturales y educativas. La Universidad Santo Tomás de Aquino restableció la docencia (1815) y surgieron los primeros perió-dicos criollos, El telégrafo constitucional de Santo Domingo (1821), dirigido por Antonio María Pineda y El Duende (1821) bajo la dirección de José Núñez de Cáceres. Corresponde a Núnez de Cáceres también el honor de ser el primer fabulista dominicano y el dirigir el primer intento de independencia nacional.

En la fábula “La araña y el águila” de Núñez de Cáceres retrata la sociedad isleña de su época se-ñalando las debilidades, defectos, aciertos y desaciertos de las autoridades de turno. Otro poeta que dio a conocer sus versos a través de El Telégrafo Constitucional fue Antonio María Pineda. También surgieron poetas populares que se dedicaron a satirizar la situación política del momento. De ellos el más ingenioso fue Manuel Mónica (Meso Mónica), un anal-fabeto de oficio zapatero oriundo de Santo Domingo que según sus contemporáneos aprendió el arte de versificar escuchando a los profesores universitarios dictar cátedras de filosofía y poética.

Luego del frustrado proyecto independentista de 1821, encabezado por José Núñez de Cá--ceres, el país cayó nuevamente bajo el dominio haitiano por 22 años (1822-1844). Durante el período de ocupación las actividades culturales y artísticas se redujeron considerablemente en el país. La mayoría de las escuelas y universidades volvieron a suspender indefinidamente sus cátedras, los periódicos fueron clausurados y el poco material de lectura que circulaba en el territorio nacional estaba controlado por el gobierno. Por segunda vez en el todavía naciente siglo, numerosos dominicanos ilustres salieron del país hacia Puerto Rico, Cuba, Venezuela y España. Algunos de ellos, como los hermanos Javier y Alejandro Angulo Guridi, aportaron valiosos textos a la literatura cubana.

En 1838 los ideólogos del movimiento independentista fundaron la sociedad secreta La tri-nitaria y paralelo a ésta La filantrópica. La primera tenía como objetivo ganar adeptos para la lucha liberadora y la segunda, mantener al pueblo informado, mediante recitales poéticos, representaciones teatrales y otros tipos de actividades artísticas, del programa político de los trinitarios. Juan Pablo Duarte fue el gran ideólogo del movimiento emancipador que derrotó al ejército haitiano en 1844. A partir de ese mismo año surgen los llamados “Poetas de la inde-pendencia”, Duarte uno de los iniciadores de dicho movimiento. Sin embargo, la primer escritor importante de ese grupo fue Felix María del Monte. Desde muy joven Del Monte se incorporó al movimiento independentista. Como patriota estuvo afiliado a la sociedad secreta La Trinitaria, participó en la gesta de la Puerta del Conde y del 27 de febrero de 1844. Fundó los periódicos El Dominicano (1845) y El Provenir (1854) y colaboró con el Listín Diario. La mayor parte de sus escritos son de carácter patriótico, destacándose entre ellos: las letras del primer himno nacio-nal dominicano (1844), La vírgenes de Galindo y Duvergé o las víctimas del 11 de abril. Figura entre los primeros dramaturgos criollos que incorporó la desaparecida raza indígena quisqueyana a la literatura nacional. Otros poetas notables de ese período son Manuel María Valencia, los hermanos Javier y Alejandro Angulo Guridi, Nicolás Ureña de Mendoza. Los textos de estos poetas, influenciados generalmente por el espíritu romántico vigente en América Latina, apa-recen los primeros balbuceos de lo que posteriormente será la literatura nacional.

Pedro Santana, quien se alió al grupo de los independentistas para expulsar a las tropas invasoras del país, fue el primer presidente constitucional de la recién instaurada República (1844-1848). Luego le sucedió Buenaventura Báez (1849-1853), retornando nuevamente a la presidencia en dos ocasiones más (1853-1856) y (1857-1861). Poco tiempo después de asu-mir el poder, Santana entró en conflic-to con muchos de sus seguidores y con los principales integrantes del grupo duartista, enviando a va-rios de ellos al exilio. A los independentis-tas les resultó difícil conformar y mantener un gobierno que consolidara sus ideales libertarios y sus anhelos de establecer definitivamente el Estado dominicano. Pues mientras ellos se esforzaban por implementar un programa político-social que respondiera a las demandas de la naciente República, los sectores más recalcitrantes del conservadurismo nacional susten-taban la tesis de que la independencia nacional era un proyecto insostenible por sí mismo.

Ante esa situación el propio Santana propuso la anexión de la isla a España. Su propuesta prosperó y el 18 de marzo de 1861 fue proclamada, en la ciudad de Santo Domingo, la anexión de la República Dominicana a España. La acción de Santana fue repudiada inmediatamente en numerosos estratos so-ciales de la población. Ello dio origen a un movimiento antianexionista formado por escritores, políticos, intelectuales, patriotas y militares, propulsores de un amplio proyecto revolucionario que culminó en la guerra de la Restauración. En efecto, el 16 de agosto de 1863 los patriotas anti-anexionistas, coman-dados por Santiago Rodríguez y refor-zado, en la zona del Cibao, por Gregorio Luperón, enfrentaron a las tropas españolas. Después de varios encuentros sangrientos, en los que hubo bajas en ambos bandos, el 11 de julio de 1865, los restauradores expulsaron a los españoles del territorio dominicano dejando defin-itivamente consolidada la independencia nacional. A pesar del triunfo de los revolucio-narios, la República Dominicana entró en una difícil y compleja etapa política. Los conflictos entre con-servadores y liberales no cesaron y la dirección del país pasó indistintamente de un partido a otro. Los períodos de gobierno fueron tan cortos que entre 1865 y 1900 hubo alrededor de treinta presiden-tes y unas diez juntas gubernativas. La actividad política se convirtió, entonces, en una práctica común entre escritores e intelectuales.

La inestabilidad social generó inseguridad y pesimismo en la gran parte de la población induciendo a muchos dominicanos de alta y mediana formación cultural y académica a pasar de un partido a otro, dependiendo de la oferta que les hiciera el gobierno de turno. Ese pesi-mismo y vacilación se manifes-tarán luego en la producción literaria de un número considerable de artistas e intelectuales de la segun-da mitad del siglo XIX quienes, independientemente de su posición ideológica y de su filiación partidaria, no lograron desarticular los reductos de la cultura colonizadora que aún prevalecían en el país. Eso no impidió, sin embargo, la aparición de voces radicales que asumieron la defensa de la patria con fervor y entusiasmo naciona-listas. Tales son los casos de los poetas José Joaquín Pérez y Salomé Ureña de Henríquez y del historiador José Gabriel García. Si los políticos liberales y los patriotas dominicanos del siglo XIX tuvieron que vencer muchas dificultades para ver al país establecerse como nación libre, el triunfo no fue solamente de quienes fueron al campo de batalla a combatir al enemigo con las armas, los escritores también aportaron sus ideas al proceso de liberación nacional. Pero, de igual manera, éstos tuvieron que sobreponerse a las adversidades creadas por los sectores políticos y culturales más conservadores de la sociedad dominicana de entonces.

Luego de obtenida la independencia política surgió un nutrido grupo de poetas, cuentistas, drama-turgos, novelistas e historiadores que pusieron su arte al servicio del pueblo. La patria se convirtió, entonces, en tema recurrente. Los escritores de la época, testigos directos de las luchas emancipado-ras, comenzaron a exaltar la grandeza de la novel nación y a revisar los desaciertos de la colonización. La mejor muestra de eso es la poesía patriótica de Salomé Ureña de Henríquez, José Joaquín Pérez, Gastón Fernando Deligne y la prosa costumbrista de César Nicolás Penson.

Desafortunadamente, muchos escritores de orientación liberal, for-mados ideológicamente dentro de los movimientos emancipadores de 1844 y 1863, no pudieron substraerse de la herencia literaria de un imperio que, como el español, había trazado la política cultural dominicana durante más de tres siglos. La razón es sencilla: el pueblo domi-nicano, como otros muchos países de América Latina, logró la independencia política, no la independencia cultural.

Las primeras manifestaciones modernistas llegan tardíamente al a finales del siglo XIX. Los primeros textos modernistas dominicanos son Ars nova scribendi (1897), de Gastón Fer-nando Deligne; Ave únia (1898), de Bartolomé Olegario Pérez y en algunas de las composiciones del poemario Contornos y relieves (1899), de José Joaquín Pérez. De 1898 es también el libro de ensayo Notas y escorzos, de Tulio Manuel Cestero quien exaltó el carácter innovador de la producción poética de varios escritores y poetas modernistas latinoamericanos, entre ellos José Enrique Rodó, José María Vargas Vila y Rufino Blanco Fombona. Todos esos poetas usaron en sus composiciones varios de los recursos métricos empleados por los modernistas, pero ninguno de ellos alcanzó el nivel estético del discurso lírico patentizado por Rubén Darío.

Se le atribuye a Pedro Henríquez Ureña la autoría del primer poema realmente modernista difundido en la República Dominicana, Flores de otoño (1901). Sin embargo, las tres voces más representativas del modernismo dominicano son Valentín Giró, Osvaldo Bazil y Ricardo Pérez Alfonseca. Giró, quien se inició con Ecos mundanos en 1902, se consolidó como mo-dernista en 1907 cuando su soneto “Virgi-nia” fue premiado por la Sociedad Casino de la Juventud en los Juegos flores de ese año celebrados en San Pedro de Macorís. Pese a que el modernismo dominicano comenzó a debilitarse hacia 1921 con la aparición el Postumismo, todavía en tercera década del siglo XX muchos casos escritores dominicanos continuaron fieles la escuela rubendaria.

El siglo XX marca la llegada de la poesía moderna a la literatura dominicana. El punto de partida es Vigil Díaz, responsable del primer acercamiento de la poesía dominicana a las corrientes de vanguar-dias. Por medio del Vedrinismo Vigil Díaz inicia el divorcio de la poesía dominicana con la métrica tradi-cional española y despierta el interés renovador de sus segui-dores inmediatos, los postumistas, quie-nes apoyados en la inquietud transformadora y nacio-nalista que los caracterizó alejaron la lírica nacio-nal de los motivos foráneos derivados del romanticismo y el modernismo.

Los postumistas lucharon por una poesía en la que el hombre dominicano fuera su principal prota-gonista. A partir del Postumismo la poesía dominicana crece, se engrandece rápidamente y surgen las voces más nítidas y certeras de la lírica nacional: Tomás Hernández Franco, Manuel del Cabral, Héctor Incháustegui Cabral y Pedro Mir. Todos poetas independientes, vícti-mas, de una manera u otra, de la tiranía trujillista que los obligó a vivir por largos años en el extranjero. A ellos siguieron: Franklin Mieses Burgos, Aída Cartagena Portalatín, Freddy Gatón Arce, Manuel Rueda, Antonio Fernández Spencer, entre otros, quienes usando como lema "Poesía con el hombre universal", libraron desde su reducido espacio isleño, una lucha si-lenciosa pero, al mismo tiempo, significativa contra el régimen de Trujillo.

La Generación del 48 agrega cinco poetas importantes a la bibliografía poética dominicana: Abelardo Vicioso, Máximo Avilés Blonda, Lupo Hernández Rueda, Víctor Villegas y Luis Alfredo Torres, herederos de los postumistas y de los sorprendidos. Los poetas del 48 utilizaron un lenguaje más directo y desnu-do que sus antecesores y trataron de encaminar su discurso poético hacia la búsqueda de lo dominica-no-universal. La poesía de los cuarentiochistas alcanza su mayor desarrollo después de la muerte de Trujillo.

A la Generación del 48 le sigue la Generación del 60, aparecida a raíz del asesinato de Trujillo, en 1961. La poesía de la Generación del 60 difiere notablemente de toda la poesía pro-ducida en el país hasta ese momento. La desaparición de la maquinaria trujillista, que condujo a la juventud de la época a plantearse un alejamiento total de todo lo que estuviera ligado al trujillato, y el repudio a la segunda intervención norteamericana al país, ocurrida en 1965, dieron como resultado una poesía que casi siempre sacrificó su valor estético y su calidad artística a cambio de poder expresar abiertamente las inquietudes sociales y las aspira-ciones políticas del pueblo. Entre las voces representativas de ese período cabe destacar a René del Rico Bermúdez, Miguel Alfonseca, Enriquillo Sánchez, Jeannette Miller, Norberto James, Andrés L. Mateo, Mateo Morrison, Tony Raful, Soledad Alvarez, Alexis Gómez Rosa, Chiqui Vicioso, José Enrique García, Radhamés Reyes Vásquez y Cayo Claudio Espinal, entre otros.

La Generación del 80 es el más reciente grupo de poetas dominicanos. Su estética se aleja conside-rablemente del discurso poético de los sesentistas, sus antecesores inmediatos. Co-menzaron a publi-car a partir de 1978, cuando finalizó el período de los doce años del gobierno de Joaquín Balaguer. Los talleres literarios han ofrecido a los ochentistas, mediante el análisis de textos, la lectura constante, la crítica objetiva y el acercamiento a otras tendencias y corrien-tes poéticas internacionales, la oportu-nidad de asumir el trabajo creativo como una actividad que está por encima de la simple reproducción de la realidad política y social.

Si la Guerra de abril de 1965, más la tensión social que vivió la República Dominicana du-rante la primera etapa del gobierno de Joaquín Balaguer, denominado "Período de los doce años" (1966-1978), sirvieron de alicientes a los poetas de la Generación del 60 y Post-guerra para la revisión de los mode-los artísticos y culturales establecidos por el régimen trujillista y sus sucesores; la victoria electoral del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) marcó el cierre del discurso poético generado por ambos episodios. En efecto, con el ascenso al poder del PRD quedaron atrás las presiones políticas y las persecuciones ideológicas que habían generado el carácter belicista de las artes nacionales.

Políticos, intelectuales, artistas y escritores vieron en el régimen recién instaurado una nueva luz para los dominicanos, y la oportunidad de ayudar, desde un puesto público, a los sectores desposeídos a obtener lo que la administración anterior les había negado por muchos años: tranquilidad e igualdad social y mejores condiciones económicas. Pero la luz no resultó tan resplandeciente como ellos y otros esperaban, el PRD hizo un gobierno populista. Muchos de los que anhelaban llegar a la cúspide, para poner en práctica sus nobles ideales revolucionarios, se petrificaron detrás de los escritorios o se dejaron arrastrar por la ambición económica y la fuerza arrolladora del poder. La mala administración, el despilfarro general y la corrupción que les censuraron a sus adversarios políticos del gobierno anterior se adueñaron de ellos y, repentinamente, muchos dominicanos vieron desplomarse toda posibilidad de progreso entrando, por consiguiente, en un grave estado de crisis espiritual y de reflexión.

Fruto de ese estado de crisis es el grupo de poetas que reemplaza a la Generación del 60 y a los Poetas de Post-guerra: la Generación de los 80. Estos poetas, que para 1978 eran prác-ticamente adolescentes y apenas comenzaban a ensayar sus primeros versos, tuvieron que enfrentarse a todas las dificultades que implicaba vivir en un país lleno de conflictos sociales, morales y espirituales.

Refiriéndose a la compleja situación del momento, Miguel de Mena expresa: "surgió una honda preocupación por la finitud del ser, por la muerte, por la metafísica de las costumbres y el heracliteano baño, que no es el mismo nunca. El absurdo en unos, el nihilismo en otros, esperanzas en nuevo orden en el inconsciente de todos, el sentimiento de consumación de los tiempos y las respuestas a las farsas de nuestra época" (Poetas de la crisis, 5).

La lista de los integrantes de la Generación de los 80 es inmensa y la mayoría de ellos pro-vienen de los talleres y grupos literarios surgidos desde el inicio de esa década, tanto en Santo Domingo como en varios pueblos del interior del país. Los talleres han ofrecido a los ochentistas, mediante el análisis de textos, la lectura constante, la crítica objetiva y el conocimiento de otras tendencias poéticas interna-cionales, la oportunidad de asumir el trabajo creativo como una actividad que está por encima de la simple reproducción de la realidad política y social que caracterizó la producción de sus antecesores inmediatos. De esos talleres literarios el César Vallejo fundado, en 1979 por Mateo Morrison y adscrito al Departamento de Extensión Cultural y Difusión Artística de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, ha desempeñado un papel protagónico entre los demás y de él han salido la mayoría de las voces más destacadas y representativas de dicha generación: José Mármol, Plinio Chahín, Tomás Castro, Dionisio de Jesús, Juan Manuel Sepúlveda, César Augusto Zapata y José Acosta.

Otros talleres y grupos, de menor nombradía y duración, tales como el Francisco Urondo, Colectivo de escritores Y... punto, Domingo Moreno Jimenes, Tomás Hernández Franco, Franklin Mieses Burgos, Octavio Guzmán Carretero, Juan Sánchez Lamouth y El Círculo de mujeres poetas, han añadido nombres de valía a esta generación, entre ellos: Pedro Ovalles, José Alejandro Peña y Adrián Javier. Es una poesía que está más cerca de los sorprendidos Rafael Américo Henríquez, Franklin Mieses Burgos y Freddy Gatón Arce o del independiente Manuel del Cabral que de cualquier representante de la poesía sesentista o de post-guerra.

La presencia de voces femeninas en la Generación de los 80 es abundante y muy significativa. Por primera vez la literatura dominicana registra tantos nombres de mujeres poetas y escritoras. El amplio espacio ocupado por Aída Cartagena Portalatín y Carmen Natalia Martínez, únicas protagonistas del escenario poético nacional de todo el siglo hasta los años 60, se convirtió también, entre 1960 y 1980, en el espacio de Jeannette Miller, Chiqui Vicioso y Soledad Alvarez. Luego, en la década de los 80, se desplazarán en ese mismo terreno, Sabrina Román, Mayra Alemán, Carmen Imbert Brugal, Sally Rodríguez, Carmen Sánchez, Martha Rivera, Miriam Ventura, Marianela Medrano, Aurora Arias e Ylonka Nacidit Perdomo.

Para la mayoría de los poetas dominicanas de los 80, escribir no sólo conlleva el enfrenta-miento con la página en blanco. Se nota en ellas, en concordancia con la producción de otras poetas latinoame-ricanas de la misma época, un insistente cuestionamiento al papel de ente pasivo asignado por la so-ciedad patriarcal a la mujer, así como una evidente preocupación por transformar la imagen de objeto sexual, madre perfecta y ama de casa sacrificada y entregada al hogar, cualidades que durante muchos siglos han servido de parámetro para valorizar a la mujer y justificar su existencia como ser humano. Es una escritura de compromiso, contestaria, que además de ser femenina, en algunas de sus voces se hace feminista.

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